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Tres tiempos en el Maxwell Street Market (parte II)

Written By ed on miércoles, 14 de diciembre de 2016 | 6:55

Recuerdo que escuchaba una emisión del programa de radio Historias del Blues desde Colombia (la hermana república), a cargo del excelente periodistas historiador del Blues Diego Luís Martinez, cuando el nombro aquel "Black Market", y esa frase quedo impregnada en mi  memoria y que no sé porqué me recordó aquel video de los Blues Brothers observando la interpretación  de John Lee Hocker del tema "Boom Boom".

Barricadas en lo que fuera el mercado Maxwell, 9 de septiembre de 1994. Foto: Walter Kale, Chicago Tribune

Vámonos antes de que borren nuestros recuerdos

Chicago es una ciudad que cambia incesantemente. Todo cambio es en aras de esa abstracción que llaman progreso. Bueno, al menos eso dice los profetas del liberalismo. La miopía de los gobernantes hace de la memoria histórica que Chicago sea una ciudad amnésica. En Chicago el sentido histórico es casi nulo; en “los barrios bien”, la historia de sus edificios se torna un fin estético: manifestación snob del gentrification.

En cuanto a Maxwell, generalmente se olvida o desdeña la multiplicidad racial que dio origen al alma de la ciudad. No en balde en su origen, a finales del siglo XIX, al área del mercado Maxwell se le conoce como Jewtown. Con la migración europea en ascenso a principios del siglo XX se le llama la Ellis Island del Medio Oeste y después de la II Guerra Mundial se le conoce como el New Orleans del Norte por la presencia negra.

Si en Chicago una tradición persiste, es la insensibilidad por las estructuras arquitectónicas de la ciudad y por la falta de respeto a su valor histórico. Es verdad que muchos edificios son reproducciones de otros edificios europeos que los inmigrantes trajeron con su imaginario. Pero muchos ya han sido demolidos y otros pronto lo serán. Esta actitud por bulldozear el pasado fue quizá una de las principales causas por las que el escritor Saul Bellow cambiara la ciudad de Chicago por la de Boston en 1993:

“Lo que eventualmente hace a Bellow dejar la ciudad —escribe John Blades en el Chicago Tribune— no es simplemente el hecho de que muchos de sus amigos fallecieran sino la desaparición de las instituciones, monumentos y edificios que conocía desde que sus padres lo trajeron a la ciudad. ‘Chicago no es un buen lugar para la nostalgia —aclara Bellow—. Los sitios en donde viví, en el antiguo barrio del Parque Humbolt, o ya los demolieron o los dejaron hundirse…’”

En aras del progreso, se borran las huellas históricas de la ciudad, pero si algún edificio tiene el potencial de producir ganancias, entonces se considera su preservación.

El comité The Maxwell Street Historic Preservation Coalition no logra que se preserven los edificios que fueron parte del sector comercial de las calles Halsted y Maxwell. Y con la destrucción del primer mercado Maxwell se acaba una época. Se reducen a cenizas más de 120 años de historia y la gente que llegó a hacerse una vida chachareando se le margina. El 30 de agosto de 2014, Ross Grossman escribió un artículo en el Chicago Tribune donde generalizaba sobre la relación de amor con el mercado Maxwell y asimismo escribe que para “los que frecuentaban el mercado Maxwell llegaron a sentirse como daños colaterales del progreso”.

La vitalidad del mercado Maxwell no solo impacta a un grupo social étnico o a una clase social determinada sino que también deja una huella en un grupo de personalidades que visitaron el área: Studs Terkel, Marcel Marceau, Nelson Algreen y Simone de Beauvoir. Esta última, en 1947, sorprendida anota en su diario que Maxwell es quizá el Mercado más grande en el mundo después del bazar de Marrakech, en Morocco.

Por su parte el periodista y maestro de historia oral, Studs Terkel, escribe: “Maxwell Street preservó la cultura del viejo mundo ya fuera de Ukrania, México o Mississippi. Una avenida se convirtió en la base de sobrevivencia para inmigrantes y gente pobre. Su existencia, aunque vieja y agotada, le da significado a nuestra vida y trabajo cotidianos en Chicago”.

Quizá haya sido Terkel quien mejor supo ver la vitalidad que los inmigrantes le inyectaron al retazo de ciudad alrededor de las calles Maxwell y Halsted. Los vendedores, músicos y marchantes que vivificaron el área fueron definitivamente los inmigrantes que venían de regiones marginales ya fueran judíos de Minsk, negros del Mississippi o guerrerenses de Iguala.

A partir de 1994 se intenta detener la destrucción del viejo mercado a través de una campaña masiva de cartas y vigilias. Se mandan cientos de cartas al rector de la Universidad de Illinois para exhortarlo a que considere preservar el área de Maxwell como un centro histórico. Se envían cartas de distintos países, pero una escrita por parte del personal de la universidad sobresale.

Estimado Rector Broski:

Maxwell Street no fue solamente un sitio histórico, también fue una institución económica. Desafortunadamente ante los ojos de muchos, Maxwell Street no fue sólo un refugio de actividad económica sino un lugar de transacciones ilegales, un lugar de suciedad, de objetos robados y, sobre todo para los que ahora se proponen gentrificar el área, un fastidio y un dolor de ojos. De esta manera y finalmente, en un contrato de aproximadamente 425 millones de dólares, la Ciudad vendió los terrenos.

Muchos años antes de que cambiaran el mercado, los vendedores también eran administradores, regulaban sus espacios para vender.

La importancia de la continuidad no puede ser subestimada. La identidad está basada en gran medida en el lugar. Esta área es real ahora, ¿por qué demolerla y volverla un mito? Es también un lugar donde mucha gente pudo dar el primer paso dentro de un sistema económico. Es sorprendente para mí que un lugar que es testimonio del “sueño americano” vaya a ser demolido.

Elise Martel
Departamento de sociología, Universidad de Illinois

Ante la presión, la universidad decide preservar un edificio, pero los miembros de la coalición no están conformes. Toma la palabra el profesor Balkin:

“Hasta ahora sólo hay un edificio que está registrado en las Oficinas de Preservación Histórica y es la Estación de Policía. Pero el espíritu de Maxwell no era la policía. El espíritu de Maxwell era que la gente se llevaba bien sin necesidad de la vigilancia policiaca. La universidad preserva lo que los oficiales creen que es histórico e importante. En el cuartel de la policía detuvieron a Al Capone por algún tiempo, y a los gángsters de Little Italy….”

No está de más recordar que la empresa transnacional Nabisco comienza a operar en el área de Maxwell al igual que Vienna Beef o que se confeccionó el primer traje Zoot Suit en esta área. La primera ministro mujer de Israel, Golda Meier, vive una temporada corta en el área; el clarinetista Benny Goodman crece en este ghetto; de igual manera, el fundador de la cadena CBS, William Paley; el juez de la Suprema Corte de Justicia Arthur Goldberg; el actor Paul Muni; los púgiles Barney Ross y “King” Levinsky y el mafioso Jake “Grassy Thumb” Guzick….

El ocaso del Mercado Maxwell en la calle Canal

Antes de las siete de la mañana de un domingo otoñal de 2008, las últimas camionetas de carga entraron por los corredores y se acomodaron de reversa en locales asignados por las autoridades. Los vendedores que madrugaron sacan las últimas mercancías de cajas de cartón; otros más templan la punta suelta de lona que chicotea por el viento. A los que se quedaron dormido, andaban tirando party o amanecieron crudos entraron de prisa, despeinados y buscando su lugar asignado. Jalaron y empujaron los carritos de madera como lo hicieron 130 años atrás los descendientes de Abraham en Jewtown.

La estructura, el orden y cierta limpieza diferenciaron al mercado en la calle Canal, que no por eso lo volvieron un mercado mejor. Pareciera que la higiene protestante iba de la mano con el recato de los Testigos de Jehová, pues esa última mañana de octubre de 2008 habían iniciado una campaña internacional de evangelización en 145 países, y en 75 idiomas. Con copias de ¡Despertad! y Lighthouse se acercaban con precaución a aquellos cuya cara de pecaminosos era imposible disfrazar. Algunos devotos de otra fe, por respeto aceptaban las cuatro páginas impresas con la palabra de Dios. Los otros, que eran los muchos, ni los pelaban y mandaban al suelo el Lighthouse. Pero como en el reino de Jehova hay de todo, pues uno que otro mordía el anzuelo y se detenía en ayunas a escuchar la palabra del Señor.

A pesar de ser el último domingo del flea market en la calle Canal, para algunos el optimismo todavía no los abandonaba. Doña Amalia Ramírez, por ejemplo, este mercado fue superior que el viejo Maxwell “porque aquí ya no nos robaban tanto como allá. Estábamos un poquito más seguros. Teníamos hasta baños portátiles, pero en otro aspecto, usted sabe que todas las mejorías cuestan y a nosotros nos tocó pagarlas. Aquí los tickets se pusieron de moda. Pretextos sobraban para que nos dieran multas y e hicieran sangrar nuestra cartera”.

Para Arturo Avendaño, que vendía parafernalia religiosa en la Canal, el mercado estaba más organizado:

—La Ciudad de Chicago llegó a tener más control aquí en la Canal. Pero allá en lo que era el viejo Maxwell Street todo estaba mejor aunque un poquito más peligroso. No había la oportunidad de mantener siempre el mismo espacio y el lugar aquí ya lo teníamos reservado, pero allá había más dinero. Quizá el amontonadero y la historia atraía más marchantes.

Alma, que trabajaba jueves, viernes y sábados afuera de un club nocturno del downtown, fue quizá la comerciante más optimista ya que en tan solo seis meses triplicó su negocio.

—El otro mercado estaba más grande, pero el de la Canal fue más limpio. Además en este mercado hubo clientes para todos los gustos. Nuestros hot dogs le gustaban a toda la gente, a los morenos, a los blancos, a los mexicanos, y eran re fáciles de preparar.

—¿Cree que la gente asistirá al nuevo mercado?

—No sé, pero la gente está adicta a andar de vaga. Además en estos mercados hay mejores precios que en los grandes almacenes.

No obstante, Arturo Avendaño sí que es pesimista:

—Me temo que van a terminar cerrando el mercado cuando lo muevan de aquí y aunque le sigan llamando Maxwell ya no tendrá tanta vida cosmopolita, que es lo que le da valor. Podría asegurar que el 50 por ciento de la gente que vende en el mercado sí le interesa el espíritu de Maxwell, que es la esencia del mercado. En mi caso, ahora que cierran este, yo ya no me voy con ellos. Hasta aquí llegué.

Jimmys en la Maxwell, 1985. Foto: Charles Osgood, Chicago Tribune
Dime lo que comes y te diré quién eres

Si regresas al mercado en un día soleado como este tercer domingo de mayo de 2015, aún seguirás encontrando gangas en casi todos los puestos y productos: sharpies, lentes, llantas, gadgets para tu i-phone, fajas milagrosas, leggins, calcetas, sexy lingerie de a dólar, chanclas exclusivas para la madre mexicana, jeans colombianos para moldear glúteos afligidos, cazos de Santa Clara del Cobre, panties de encaje o a la Miley Cirus, elotes en vaso, vainas de mezquite, alegrías, ate, atole de ciruela, gorditas, menudo, pambazos, pupusas, quesadillas, sopes, tacos, tamales, ad infinitum…

Entonces recordarás que alguien te dijo que tu abuela Lupita decía en su puesto del tianguis de Tequis: “En el mercado todo se vende, mi’jo, si ofreces escoria de buen modo, también se vende”. Sonreirás lo mismo por recordar a la abue que por la razón que tenía.

Caminarás chachareando y a la sazón invocarás los tres mercados Maxwell que has conocido en el último cuarto de siglo. Entonces quizá concluirás que con el tiempo los mercados se han ido descafeinando, han ido perdido el alma. Han sido domesticados. Y aunque el mercado Maxwell original fue anterior al mall y a la boutique, recordarás que por más de un siglo este mercado fue una incubadora minipig del “capitalismo”. De ese capitalismo que glorifica el progreso, la propiedad privada, el individualismo, la competencia y la libre empresa. Pero a los marginales, desclasados y sumisos los regula el Estado hasta exprimirlos mientras que al gran capital lo consiente, le levanta regulaciones para que opere libremente.

Entre cavilaciones y compras, te comenzará a dar hambre. Es un domingo caluroso y por hoy como los demás días descuidarás la dieta. Avanzarás a cuenta pasos, hay tanto por comprar y tan poco que necesitas. Comprar se ha vuelto un hábito, una necesidad. Recordarás la máxima que Descartes no escribió: “Compro, luego existo”. Y ahora que existes gracias a las bolsas llenas de productos banales, entonces sí te comenzarás a aproximar a los puestos de comida.

Notarás que de los casi 200 puestos, hay tan solo dos o tres puestos de frutas y verduras, una veintena de restaurantes y entonces sí encontrarás paquetes y latas al por mayor de eso que llaman comida. Este flea market te remitirá a esos grandes frigoríficos que son los supermercados y que cada uno alberga al menos 25 mil productos comestibles y cuya mayoría de ellos son procesados por no más de seis corporaciones de la industria alimenticia. Pensarás que las cifras son una exageración de Michael Pollan, pero cuando te enteras que en Estados Unidos hay 600 mil productos alimenticios patentados comenzarás a pensar en el poder verdadero que tiene la industria agrícola, ganadera, las multinacionales de la comida plástica y

farmacéutica. Ahora recapitularás a grandes trazos el rol de la comida en los tres mercados Maxwell y es que la comida en el flea market revela más que un modo de vida, una tradición o una cultura.

Los mercados despiertan y avivan los sentidos. Del viejo mercado Maxwell el olfato era el sentido más despabilado. Nada se le escapaba: el vinagre, la fruta pasadita, el ajo agrio, los bagres congelados, los quesos rancios, las gallinas y los conejos vivos, las verduras y hierbas frescas. Con la llegada de los judíos a finales del siglo XIX, también llegó una amplia gama de productos judíos y en esta área de la ciudad comenzó a operar la primera planta de productos kosher. El restaurante Nate’s Delicatessen fue la última joya culinaria kosher del Maxwell. Nate Duncan, un joven afroamericano, había empezado a trabajar desde los 15 años en este restaurante de judíos. Además de aprender yiddish, aprendió el oficio de la preparación de la comida judía y mantuvo abierto hasta 1972 el último restaurant kosher del área. Algunas de las especialidades que servía era la carne en conserva, salmón curado y pescado ahumado. Con la llegada de los negros del sur comenzó a servirse en la Maxwell un festín de proteínas aderezadas con la famosa salsa barbeque: costillas, puntas de filete, brisket, orejas de cerdo a la parrilla, sándwiches de chuletas de cerdo, y los mundialmente famosos Maxwell Polish Sausage con su cebolla salteada, mostaza, pepinillos y chiles serranos en conserva.

Ya en el mercado de la calle Canal al final del milenio, comenzaron a surgir como champiñones en tiempo de lluvia taquerías y birrierías por todo el mercado. Y los puestos de sándwiches que anteriormente abundaban se convirtieron en minoría. Recuerdo a un negro postrado en un viejo cajón de madera gritando: “…pork-chop, polish-sausage, double-dog, double-polish, double-chop, and double-cheeeseburguer, triple-dog, triple-polish, triple-perkchop, and triple-cheeseburguer. Heat em up; move em out…”.

Del nuevo mercado en la Desplaines, ahora la comida mexicana es la que rifa. A diferencia de los mercados en México que se consumen tortillas preparadas en una tortillería mecanizada, en Chicago se ha vuelto a poner de moda la tortilla hecha a mano. Cada taquería ofrecerá una propuesta culinaria. El menú pareciera ser el mismo en cada changarro y quizá la causa tenga que ver con el origen de los cocineros. De la veintena de taquerías, casi todos los cocineros serán inmigrantes de Guerrero, México. Todos ofrecerán los tacos clásicos: asada, al pastor, barbacoa, carnitas, chicharrón, cochinita pibil y también servirán quesadillas de lo mismo y las opciones vegetarianas tan en boga: huitlacoche, champiñones y flor de calabaza. Solo los que se atreven a romper con lo seguro, ofrecerán tacos de moronga, montalayo, cachete, ojo y lengua. Por andar curioseando, aunque quiera, no podré almorzar en Rubi’s, la espera es de 50 minutos y don Gilberto El Gallo Ramírez me dice que “la espera vale la pena” Ahí ha comido el alcalde Rahm Emanuel y también el chef Rick Bayless; “hemos salido en el Discovery Channel y en Univisión. Si la gente espera y no se desespera es porque los tacos hablan por sí solos, yes, yes, yes... Además hoy sí vinimos preparados y pensamos terminar las 350 libras de masa para tortillas.”

El flea market es uno de los puntos donde las familias confluyen ya sea en las compras, ya sea en las ventas. Por ejemplo la taquería Rubi’s de El Gallo, emplea un mínimo de 10 personas y su hermana es la dueña de la taquería vecina, Manolo’s, y el hermano, El Camarón, le ayuda a su madre con su puesto de elotes, aguas frescas, flor de Jamaica, tamarindos y dulces. En el mercado se le conoce como La Abuelita y en tan solo cuatro puestos, tres generaciones de familiares laboran. El oficio de comerciante se hereda, pero también cada uno buscará cocinar con una sazón propia y desarrollará una manera muy particular para atraer clientes a sus negocios.

Uno va a donde le dice la nariz


Quedaste de gorrearle las quesadillas a Alfonso Seiva así que cruzarás la calle y ahí estará todavía esperando en la taquería La Paz. Te invitará a sentarte. Te platicará de cómo su compañía de mantenimiento se ganó el contrato de limpieza en el mercado Maxwell de la calle Desplaines. Puntualizará que también tuvo el contrato en el mercado de la calle Canal, pero hubo un tiempo que la limpieza se la dieron a los chinos. Y por allá al principio del nuevo milenio, los nuevos empresarios del capitalismo global poco a poco se fueron colocando en el mercado hasta controlar casi el 40 por ciento de los puestos. Sin embargo, esta dinastía asiática no duró mucho pues la ciudad comenzó a sancionar la piratería. Se prohibió el monopolio de las marcas y entre decomisos y multas se fueron yendo los chinos del mercado Maxwell de la calle Canal.

Mientras saboreas tu quesadilla con champiñones y salsa ahumada de tomatillo, Seiva recordará que por muchos años trabajó para compañías de limpieza. Le tocó limpiar hangares en el Aeropuerto. También le tocó limpiar el Soldier Field y el centro de convenciones McCormick, y después de 15 años de limpiar y seguir limpiando no lograba ahorrar un capitalito. Entonces se animó a abrir su propia compañía de mantenimiento. Pero no solo de pan vive Seiva y su familia. Sin afán de presumir te confiará su pasión por el activismo y la actuación. Comiendo higos de dulce Seiva evitará el protagonismo en las marchas que ha participado, en los eventos que ha organizado, hablará con modestia de las obras en las que ha actuado, pero al finalizar con él último higo regresaremos al tema del mercado Maxwell en la Desplaines.

Intentará aproximarse a la situación actual de los locatarios: “La gente se ha desencantado de este mercado. Ya no es como antes,” dirá. También asegurará que ahora es más caro tanto para el vendedor como para el consumidor. “Si quieres estacionarte tienes que pagar el parking y si se acaban tus coras, se llevarán tu auto al corralón además de darte un ticket. Y eso le saca las ganas a la gente de venir hasta acá”. A los vendedores por su cuenta: “les redujeron sus ventas drásticamente. En el verano hay unos 200 vendedores, pero de noviembre a febrero —que son los meses más muertos— vendrán tan solo unos 40”.

Ya entrados en los números Seiva me dará su impresión de los vendedores: dirá queun 70 por ciento son latinos; un 20 por cientos anglos; y un 10 por ciento, afroamericanos. Pero de ese 70 por ciento de latinos, 50 por ciento son mexicanos y 20 por ciento son de Honduras, El Salvador, Guatemala, Bolivia y Perú. Los clientes en su mayoría son mexicanos. Y es que para Seiva, “el mexicano gasta en ropa, zapatos, dulces, chucherías, gasta y gasta mucho en comida. Y la comida que más se vende aquí son las quesadillas —como las que hemos almorzado de champiñones— y los tacos de carne asada. Cada taquero tiene su sazón. No es lo mismo comer aquí en La Paz o allá en frente en Rubi’s o de aquel lado que no te recomiendo. La gente conoce su nariz. Uno va adonde le dicta la nariz”.

Ahora notarás que Seiva no separa su trabajo de mantenimiento con su compromiso social. Detallará que cuando el alcalde Emanuel ganó la elección en el 2011, visitó la Maxwell y lo primero que hizo fue pedir un seguro por un millón de dólares a los comerciantes del mercado. Y eso explicará por qué muchos vendedores desertaron. Hubo muchas regulaciones nuevas y entre ellas que si debías child support no podías sacar licencia, tampoco podías deber tickets de auto”.

“Y a este lugar vino el alcalde. Estaba sentado ahí donde tú estás. Lo saludé y me saludó. Y le dije: ‘Oye Rahm, cómo pretendes que un vendedor pague un seguro mensual de 175 a 200 dólares, más su seguro de auto, más el permiso por vender aquí. El vendedor de este mercado se levanta a las tres de la mañana para llegar aquí a las cuatro, posiblemente antes y trabaja de cinco de la mañana a cinco de la tarde y vende 250 o 300 dólares porque aquí no se gana mucho. Y la mitad de lo que vende es el costo de la mercancía. Del resto, una parte es para su sueldo; otra para el seguro y el estacionamiento. Tanto pago no es razonable. La gente es luchona. Muchos no tienen otro trabajo y vienen a ganarse aquí lo que tal vez no ganaron en toda la semana...’ Al final no sé si Rahm se saboreó su quesadilla o se la comió con amargura.”

Solo busco justicia

En este domingo cálido, notarás que hay muchos muchos niños latinos o, mejor dicho, mexicanos si te gusta ser geográficamente correcto. Entonces al ver múltiples carriolas y niños jugueteando por los recovecos del mercado recordarás el dossier reciente del The Economist, dedicado a los latinos en Estados Unidos. Así percibirás que este Maxwell en la calle Desplaines es un microcosmos que refleja lo que sucede en la nación. Será una prueba más de las revelaciones de la publicación: “A demographic revolution is under way”. Se estima que ya solo el 64 por ciento de la población estadounidense es anglosajona y para el 2044 dicho porcentaje caerá por debajo del 50 por ciento. Las cifras terminarán siendo una lápida inamovible en la tumba de Huntington (aquel académico de Harvard que vio a los hispanos como un problema). Hoy, la población latina es joven. La edad promedio del anglosajón es 42; de la negra, 32; y de la latina, 28. Y de los latinos nacidos en el país es 18. Sin mucho esfuerzo ni metodologías lo podrás constatar en el mercado al ver a tanto crío. Mientras los anglosajones envejecen, los latinos se convertirán en la fuerza laboral que mantendrá en pie a Estados Unidos. Asimismo los latinos serán un brazo importante en la cultura, la economía y la política estadounidense.

Volverás al dossier del The Economist para recordar que con la crisis del 2008, muchos latinoamericanos escaparon de las garras de los carteles del narcotráfico y de la violencia brutal de sus países. “Pero la distancia de Estados Unidos con los países del sur pobres y gobernados irregularmente también se vuelve una oportunidad para hacer negocios con los criminales —se lee en The Economist—. En el 2013, el National Gang Intelligence Center, una organización gubernamental, estimó que las organizaciones criminales transnacionales ‘se asociaron con’ 100 mil integrantes de pandillas tan solo en Chicago”.

Advertirás que el crimen organizado también se ha globalizado y antes de dejar el mercado te acercarás a uno de los puestos que vende prendas íntimas de mujer. Ahí encontrarás a una vendedora de complexión bajita, cabellos dorados y ojos grandes. La notarás cansada y a pesar de la extenuación, sonreirá. Te dirá su nombre: Ana Campuzano. Notarás una tristeza en su mirada. Pero notarás que es fuerte y se erguirá para contarte su Vía crucis.

Pasado el medio año después de que se mudara el Mercado Maxwell a la calle Canal, secuestraron al hijo de la señora Campuzano. En el 2009, Freddy Campuzano Magaña andaba de visita en Michoacán. El lunes 8 de junio acompañó a su tío Reynaldo Molina Magaña al rancho Paso de Núñez. Ahí los levantó la policía. Esta práctica del secuestro realizado por policías no te resultará desconocida y te acordarás de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa. Ellos también fueron levantados por el Estado. Ana habría recibido la noticia de México el martes 9 de junio a las 4:40 p.m. Ahí comenzaría su Calvario. Tomaría un vuelo a México, buscaría respuestas y poco a poco iría dándose cuenta que los secuestradores eran parte de una red muy amplía que incluía a familias, vecinos, parientes y muchos políticos de todos los niveles. Todos coludidos con el crimen organizado. Durante seis años, la señora Campuzano habrá buscado a su hijo y habrá creado una gran red con todos los nombres de las personas involucradas en el secuestro de su hijo Fredy y su primo, Reynaldo. Ana Campuzano entonces recordará que Fredy había ido a México pues quería registrar a su hijo de dos años y traérselo junto a su novia a vivir con él a Chicago. Ya no lo alcanzó a registrar ni traerse a la novia.

Ya en la Maxwell de la calle Desplaines, Ana habrá de recordar A Fredy. “De niño, era muy hiperactivo. A los tres años, todo mundo lo mandaba a la tienda. Vivíamos en la Dieciocho e iba por el galón de leche. A todos los vecinos le hacía mandados”.

Ana Campuzano llevará ya unos 15 años vendiendo en la garra, pero además habrá trabajado tiempo completo en una imprenta.

Los fines de semana que vendía en el flea market anhelaba estar con sus hijos. “No quería desperdiciar ese tiempo los domingos y me los llevaba en la camioneta y ahí los mantenía. Ya de rato salían y me ayudaban y los clientes les daban tips. A los niños les comenzó a gustar el mercado, pero cuando crecieron vieron que ésa no era la vida que ellos querían”.

“Fredy era muy inteligente; sacaba buenas calificaciones en la escuela y de premio lo mandaba a Michoacán con mi familia y es que, por otra parte, aquí había muchas pandillas. Nunca imaginé que la situación en México estuviera tan mal. Yo todavía fui en marzo del 2008; mi primo me comentó que la policía era quien secuestraba y además eran parte de la Familia Michoacana. Antes de que Fredy viajara a México para registrar a su hijo, trabajaba conmigo en la imprenta a la vez que estudiaba para ingeniero electrónico”.

Si no llevas prisa, la señora Campuzano te podrá explicar que el flea market atraviesa una crisis económica desde el 2008 y antes hubo otra crisis después del 9/11. Previamente a los atentados, Campuzano “vendía hasta 1000 dólares en puras cosas de a dólar. Ahora, el mercado en la Desplaines está solo y peor si sale en las noticias que no habrá una reforma migratoria porque esa semana no se vende nada, ya que el latino es el que gasta y gasta mucho. Hay mucha gente latina que no tiene un documento y por lo tanto tratan de guardar lo más que pueden. Para ellos no hay seguridad para estar en este país y nuestros países están acabados por el crimen organizado”.

“Fredy todavía me llegó a contar por teléfono que la Familia Michoacana andaba siguiendo a mi primo Reynaldo. Pero lo que querían de él era que controlara una región de Guerrero. Se opuso y lo levantaron junto a mi hijo. Se intentó negociar y la Tuta fue el intermediario. A través del Nextel le escuché referirse a los secuestradores, ‘estos hijos de la chingada me están cambiando la historia’. Fue lo último que dijo y ya no supe más de la Tuta. Y el judicial asignado para hacer la investigación era el primo del que secuestró a mi hijo. El responsable se llama Maribel Conejo y su primo trabajaba en la PGR, sección de antisecuestros. Se me fueron seis años investigando, fui a la PGR, a la embajada estadounidense, se involucró el FBI, y así he ido dando con todos los corruptos y criminales. No tengo miedo que me maten. ¿Por qué habría de tenerlo si yo ya viví mi vida? Si han matado a miles de personas, ¿crees que una más cuenta? Si yo puedo hacer la diferencia, la haré. Yo solo busco Justicia. ¿Por qué? Porque no es fácil que te arranquen un hijo después de que te has sacrificado para formarlo como debe ser. Es algo muy difícil que alguien quiera quitarte la vida en un segundo solo porque tienen el dinero o el poder. El crimen organizado y los políticos corruptos están destruyendo un mundo. Y por eso busco Justicia, pero no solo para mi hijo sino para todo mundo. Esto tiene que parar aunque los gobiernos estén involucrados. No puede seguir así porque nuestros hijos no tienen futuro y nuestros nietos tampoco”.

Creo que finalmente entenderás porque al pasear de nuevo por el mercado en la calle Desplaines se ha empleado el tiempo futuro. El futuro nos ha alcanzado. El futuro está aquí, que no el progreso, y este flea market será algo así como un termómetro, pero no solo de estadísticas sino de la crisis política, económica y ética que atraviesa el mundo contemporáneo. Entonces se habrá convertido en verdad aquella máxima de Schopenhauer que señala que “hay épocas de la historia en que el progreso es reaccionario y las tradiciones, progresistas”.



Franky Piña.  Director editorial de El BeiSMan.

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